En busca del quelite perdido

No sé cuándo escuché decir quelite por primera vez. Durante mucho tiempo la palabra debió aparecer y desaparecer sin dejar una impresión profunda, como una conversación oída a medias en un momento de distracción. Alguna vez debí preguntarme, en un abrir y cerrar de ojos, qué podía ser aquello que llamaban quelite. Fue, si acaso, una pregunta abstracta además de fugaz, como de universitaria pensando siempre en otra cosa, siempre flotando hacia otro lugar. Lo cierto es que nunca probé, mientras fui estudiante en Cholula, ni tacos ni tamales ni tlacoyos con quelites. Ni los vi ni los oí nombrar de esa manera. ¿Cómo se me iba a ocurrir que se estuvieran perdiendo?

En aquel tiempo solo aspiraba a entender conceptos y escribir sus historias. No sabía muy bien cuáles, por qué ni para qué, pero creía que era cuestión de tiempo. Ahora que lo pienso, que invento mis recuerdos con tal de escribir, me doy cuenta de que por mucho tiempo he estado comiendo tarde.

La palabra “quelite” proviene del náhuatl quilitl, y su primera traducción al castellano fue “verdura o hierba comestible”. Los estudios actuales agregan que los quelites son plantas asociadas a la milpa, un sistema agroecológico de origen prehispánico cuyos actores protagónicos han sido el maíz, la calabaza y el frijol. Los quelites crecen espontáneamente entre estos cultivos, y son tolerados o fomentados por los campesinos que aprecian su sabor y reconocen sus aportaciones nutritivas o medicinales. Se cortan solamente cuando están tiernos, ya que en las partes viejas de las plantas se concentran sustancias tóxicas, y muy temprano en la mañana o cuando ya bajó el sol, pues de otro modo se marchitarían y perderían fuerza, cambiarían de sabor o se calentarían, estado en el que no se pueden consumir porque hacen daño al estómago. Pueden comerse crudos o cocidos, pero la mayoría de ellos primero se hierve y luego se fríe o se guisa junto con otros ingredientes.

Los quelites se pueden encontrar a la venta durante todo el año en mercados locales y regionales. En los últimos años varias especies, como el pápalo y la pipicha, han empezado a producirse en monocultivo. Los alaches se cultivan en la región de Atlixco y Huehuetlán, y en la Sierra Norte se cultivan quintoniles tanto en sistemas agrícolas tradicionales como en monocultivo. Siendo Cholula un lugar de milpas, mercados y tradiciones ancestrales… ¿cómo es que tardé tanto en interesarme por los quelites?

Cesaba la influencia anestésica de la costumbre, y me ponía a pensar y a sentir, cosas ambas muy tristes.

Según expertos de la etnobotánica en México, de los 86 quelites que quedaron registrados en el Códice Florentino se ha dejado de consumir un 90%. Se trata de un patrón, dicen, que permite caracterizar la pérdida de biodiversidad alimentaria en todo el país. Si bien el inventario de quelites actualmente utilizados asciende a las 244 especies, esto representaría un porcentaje ínfimo de lo que alguna vez estuvo presente en las dietas mesoamericanas. De ahí su llamado a rastrear los quelites en otras fuentes históricas de México, así como ampliar la cobertura cultural y geográfica del inventario actual. Pero buscar esos quelites perdidos implica también entender la causa de su desaparición bajo el dominio de valores culturales europeos.

En su Historia verdadera de la Conquista de Nueva España, Bernal Díaz del Castillo dejó muy claro que sin los quelites y los capulines que los indígenas sabían recolectar, los conquistadores se habrían muerto de hambre en sus penosos trayectos de un reino a otro en un entorno desconocido para ellos. Poco después, recolectar y comer quelites no fue visto con buenos ojos por los españoles, quienes equipararon las hierbas del nuevo mundo con los “bledos” que en España se les da a las bestias. Ya concretada su victoria militar, malinterpretaron que los indígenas comían esas hierbas porque su agricultura era improductiva. En lugar de valorar y aprender de la productividad diversificada de la milpa, el programa de encomiendas de la Corona española se afanó en forzar a los indígenas a trabajar “de verdad”, es decir, arando la tierra para producir monocultivos importados. Aunque algunos quelites sobrevivieron en la agricultura de subsistencia, dejaron de acompañar orgullosamente las ceremonias públicas de los indígenas para convertirse en símbolo de su pobreza y sometimiento.

Se me viene a la mente un recuerdo. Fue en el sexenio de Felipe Calderón. Me tocó ver un spot presidencial, de esos que pretenden enseñarnos a “vivir mejor”. El spot simulaba entrevistar a una familia rural, y en primer plano aparecía el rostro de un niño de seis o siete años. Le colgaba un moco de la nariz y parecía que no lo bañaban nunca. Una voz en off le preguntaba qué había comido hoy, luego qué había comido ayer y antier, y así sucesivamente. El niño respondía siempre lo mismo: había comido quelites. No quedaba la menor duda de que había que salvar a este niño de su imperdonable miseria, la de comer quelites todos los días. A su mamá le urgían unas “oportunidades” y a él unas cuantas latas de leche en polvo. Lo que recuerdo es que el tiempo sucesivo de la pregunta repetida una y otra vez quedó congelado en una sola certidumbre inmóvil: la de la pobreza de los quelites.

Esa inmovilidad de las cosas que nos rodean acaso es una cualidad que nosotros las imponemos con nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas, y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestro pensamiento frente a ellas.

Cuentan las crónicas que cuando llegaron los españoles Cholula estaba dividida en seis cabeceras indígenas, de las cuales tres estaban a favor y tres en contra de Moctezuma. Algunos piensan que fue esa división lo que impidió a los antiguos cholultecas repeler a los conquistadores. Lo cierto es que no les bastó la unidad religiosa, ni el aura de ciudad sagrada que habían heredado de Teotihuacán y que les había permitido adquirir, pese a sus conflictos internos, una influencia más allá del valle del Atoyac y del Altiplano central. No les bastó para ganar pero sí para sobrevivir, pues el sustento de aquella espiritualidad fue y sigue siendo, aunque precariamente, la agricultura.

Cuando Cortés llegó a Cholula escribió maravillado que se trataba de “la ciudad más hermosa de fuera que hay en España, porque es tanta la multitud de gente que en esta parte mora, que ni un palmo de tierra hay que no esté labrado”. Poco más de una década más tarde, Cholula perdió de un plumazo más del treinta por ciento de su territorio a raíz de la fundación de la ciudad de Puebla. Sus habitantes continuaron labrando las grandes extensiones de terreno con que Puebla fue dotada por la Corona, pero además se convirtieron en mano de obra para la construcción y el mantenimiento del nuevo asentamiento español. La gran mayoría de ellos no sobrevivió a las enfermedades y la explotación. Quienes sobrevivieron, en cambio, mantuvieron una vocación agrícola muy particular y alejada de la visión española del trabajo y de la tierra. En Cholula la tierra es un tema sagrado, no una mercancía o materia de explotación. Algo cuenta la consigna de que Cholula no se vende, se ama y se defiende. Algo cuentan las crónicas. Algo cuenta hoy en día el graffiti y tal vez algo cuente mañana el quelite.

Percibía yo por debajo de aquellos acontecimientos tan corrientes, de aquellas cosas tan ordinarias y de aquellas palabras tan usuales algo como una extraña entonación, como una acentuación rara.

Muchas hierbas comestibles llegaron con los españoles. De Materia Médica, el manual de los médicos europeos en la época de la Conquista, contenía 60 especies, de las cuales 33 se establecieron espontáneamente o bajo cultivo en México. Hasta la fecha son reconocidas como quelites en el campo y en las colecciones científicas. A la mezcla irreversible de plantas nativas e importadas se añade la diversidad de nombres comunes de los diferentes quelites. En Cholula, por ejemplo, no se le dice quelites a los quintoniles, ni a los alaches, ni a la pipicha ni a las verdolagas, menos aún a los berros, al cilantro y al perejil, aunque todas estas hierbas caben en la muy amplia definición que heredamos del náhuatl y de hecho se incluyen en los inventarios científicos de la nación.

En Cholula se restringe férreamente la denominación al quelite de trigo o quelite triguero, nombre común de una planta que parece mucho a lo que en regiones vecinas llaman quelite cenizo. En ambos apellidos, triguero  y  cenizo, resuena la ambigüedad indecidible de nuestra herencia biocultural. Fueron monocultivos de trigo lo que intentaron imponer los españoles cuando se establecieron en lo que hoy es Puebla, y de España trajeron también lo que allá todavía llaman cenizo, un bledo cuyo nombre científico es Chenopodium album. Este bledo es indistinguible a simple vista de un quelite nativo cuyo nombre científico es Chenopodium berlandieri y que corresponde ni más ni menos que al huauzontle. Cuando en Cholula se habla de quelite de trigo por lo general se le distingue enfáticamente del huauzontle. Por más arbitraria que parezca esa distinción, el énfasis con que se hace nos hace sospechar que se trata de un quelite adoptado.

¿Pero acaso no importa un bledo el origen de un bledo? El origen de todo está desde siempre en otra parte, y esto es así sobre todo en Cholula.

…ni siquiera desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida somos los hombres un todo materialmente constituido, idéntico para todos, y del que cualquiera puede enterarse como de un pliego de condiciones o de un testamento; no, nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás. Y hasta ese acto tan sencillo que llamamos «ver a una persona conocida» es, en parte, un acto intelectual.

Cholula ha sido siempre un territorio cambiante y en disputa. Durante la década de los sesenta la ciudad de Puebla entró en un acelerado proceso de crecimiento urbano. El Estado empujó ese crecimiento por medio de una estrategia que dotó de incentivos a la industria para instalarse fuera de la capital y que reforzó la tendencia de crecimiento urbano hacia el noroeste de la capital, es decir, hacia Cholula. En el marco de esa estrategia la primera gran expropiación de territorio cholulteca se remonta a los años ochenta, bajo la gubernatura de Mariano Piña Olaya, en aras de la construcción de la súper carretera Puebla-Atlixco.

En 1990 el Programa de Desarrollo Urbano de la Ciudad de Puebla propuso la expropiación de varios ejidos cholultecas para ­constituir una reserva territorial que permitiera ordenar y regular el desarrollo urbano. Pese a las protestas, movilizaciones y la lucha legal que emprendieron los afectados, el gobernador Manuel Bartlett propuso el Programa de Desarrollo Regional Angelópolis, que incorporó la reserva territorial a un proyecto de urbanización más amplio. Desde entonces la represión estatal ha conseguido desarticular los movimientos de defensa territorial en la región de Cholula.

Actualmente, la especulación inmobiliaria no sólo constituye una amenaza en términos de la demanda de agua y suelo, recursos directamente vinculados con las prácticas agrícolas, sino que además alimenta el clima de conflicto en la región. En efecto, Cholula constituye hoy en día un espacio fragmentado y diverso, donde se confrontan cotidianamente actores, modos de vida y lógicas urbanas y rurales. Donde en el pasado hubo milpas, actualmente se erigen centros comerciales, universidades privadas, desarrollos inmobiliarios, industrias y vías rápidas de comunicación establecidas en función de las necesidades de la ciudad capital.

Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no le encontremos nunca.

El patrimonio cultural es un espacio de unión donde las personas satisfacen su necesidad de reconocimiento y de pertenencia, pero es también un espacio que reproduce las diferencias económicas y las relaciones de poder. Suele estar al servicio de las clases dominantes, mientras que las clases subalternas no solo se ven privadas de sus beneficios sino que suelen sufrir su despojo. Para justificar el despojo se utilizan discursos de “modernidad”, “progreso” y “desarrollo”, términos todos que soslayan las verdaderas lealtades del Estado patrimonial.

No son las acciones de los pobladores y pequeños comerciantes quienes ponen en peligro el patrimonio, son los proyectos económicos millonarios favorecidos por el Estado. Tristemente, las asociaciones civiles y los grupos activistas tratan de detener proyectos cuando ya han sido negociados, planeados, organizados y aprobados. Aunque el anuncio de tales proyectos suscita resistencia y la resistencia a su vez genera comunidad, los defensores del patrimonio pronto se encuentran con que no es posible que una misma forma de patrimonio represente a toda la comunidad. Las edificaciones prehispánicas, valiosas para los intelectuales, pueden no serlo para los hijos de barrio, quienes valoran la vida tradicional y los espacios que habitan por estar vinculados a su religión y al sistema de cargos, no por su pasado prehispánico.

Es preciso sustentar la existencia de una forma intangible de patrimonio, que se vincule con los espacios y la forma que la población habita la ciudad cotidianamente, pues son las personas, los habitantes de un lugar, quienes dotan a un espacio de poder patrimonial. El espacio urbano es en sí mismo una forma de patrimonio necesaria y determinante para construir formas de vivir en la ciudad. Estas últimas representan el pasado, mientras que las plazas y los campos son lugares donde la vida social se crea día a día. El Estado, sin embargo, no reconoce la vida cotidiana como una forma de patrimonio cultural, pues esto implicaría defender a la ciudadanía frente a los intereses de algunos sectores empresariales.

…cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

¿Dónde estará hoy aquel niño come-quelites, el del spot presidencial? ¿Le habrá dado trabajo Televisa? ¿Habrá migrado? ¿Estará al corriente de las últimas noticias internacionales de la cocina tradicional mexicana? ¿Sabrá que, desde 2010, la UNESCO reconoce esta cocina como patrimonio cultural de la humanidad? Solo espero que este reconocimiento no haya llegado demasiado tarde, que a ese niño no le haya pasado lo que a tantos quelites desde la época de la Conquista y lo que a tantos jóvenes y niños desde el sexenio de Calderón.

Dicen los científicos que quedan muchos quelites por descubrir, y dicen los activistas que desde la milpa se ve el mundo. Lo cierto es que desde el mundo la milpa se ve poco, y de la milpa lo que menos se ve son los quelites. Una mañana de domingo me fui a pasear por los campos de cultivo que rodean al “cerrito” de Cholula. Pasé por una milpa y me detuve a observar lo que crecía a sus pies. Pude identificar alaches, malvas e incluso quintoniles. Pero quelite de trigo no logré ver ninguno, así que le pedí ayuda a un señor que se encontraba ahí, cuidando el nuevo estacionamiento afuera del panteón. “¿Me puede usted decir si aquí hay quelites?” El señor respondió que hace unos días había muchos, pero vinieron los dueños y los cortaron, que porque no ayudan a la milpa. Luego me ayudó a buscar y a encontrar por fin el quelite perdido, uno que se escondía muy bien entre una planta de maíz y su enredadera de frijol silvestre. “Sí sabe que eso es frijol, ¿o no?”)

El señor que me ayudó se llama Liborio, como mi padre. No sé si el quelite que me ayudó a encontrar es Chenopodium berlandieri o Chenopodium album. ¿Qué importa de dónde viene? Importa más a dónde va… y eso fue lo que le pregunté al señor. “Antes había muchos. Eso comíamos los trabajadores. Crecían con la milpa, pero como ya no hay milpa, tampoco hay quelites. Esto se va acabando.” Lo dijo con resignación. Y sin embargo, nos encontramos él y yo, ahí mismo, en la milpa. Yo no me resigno a la casualidad.

Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es justamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que la sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad y entrarla en el campo de su visión. 

¿Se imaginan ustedes, en los alrededores del cerrito, un museo vivo de la agricultura en lugar de un parque pavimentado con hoteles y restaurantes? Yo sí me lo imagino porque eso es lo que he estado observando desde que llegué a Cholula hace 15 años. En Cholula la agricultura es un espacio vivo, a diferencia de las pirámides y las ruinas. El problema es que no todos observamos el mismo espacio ni el mismo tiempo. Donde algunos vemos futuro otros ven solamente pasado, donde algunos vemos vida otros solo atraso, donde algunos vemos creatividad otros solo ven desperdicio. Así ha sido desde hace por lo menos 500 años.

Ahora nos toca vivir en una coyuntura global tan temible como prometedora: por todos lados empieza a reconocerse que el modelo económico heredado del colonialismo europeo causa más problemas de los que resuelve, que es necesario repensar nuestro modo de vivir si realmente queremos vivir, es decir sobrevivir al desastre ecológico y social que nos acecha. 

En busca del quelite perdido constituye un intento de situar el rescate del patrimonio en esta coyuntura urgente, y de repensar lo que está en juego como algo vivo y en constante mutación.

Bibliografía

 

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Gabriela Méndez Cota